La historia de las complejas relaciones entre Islam y Occidente está dominada actualmente- sobre todo desde el trágico 11-S- por un enfoque que opta por enfatizar un perfil de creciente confrontación. Parecería, siguiendo los postulados del modelo de “choque de civilizaciones” propuesto por Samuel P. Huntington en 1993, que ambas civilizaciones están sumidas en un rumbo de colisión inevitable. Y de ahí deriva un escenario conformado, por un lado, por la nefasta “guerra contra el terror” y, por otro, por el inaceptable terrorismo yihadista.
Frente a esa visión simplificadora -que presupone erróneamente que las civilizaciones son actores homogéneos con una agenda única y que plantea un panorama donde solo cabe el reduccionista “conmigo o contra mí”- es imprescindible ampliar el foco de análisis y acción. Es necesario identificar los estereotipos que se han ido acumulando en ambos sentidos, para dar como resultado una visión recíproca en la que se han ido perdiendo de vista los elementos comunes, tanto en valores y principios como en intereses. Es preciso igualmente revisar la historia de la colonización y de los esquemas de relaciones que, desde Occidente, se han mantenido hasta hoy con regímenes políticos escasamente sensibles a las demandas de sus propias sociedades. Un ejercicio de ese tipo solo puede concluir con la aceptación de una corresponsabilidad occidental en la negativa situación en la que se encuentra en general el mundo árabo-musulmán.
Un repaso a algunos de los escenarios más espinosos de nuestros días- Siria, Libia, Yemen, Palestina, Irak o Afganistán- solo sirve para confirmar los efectos negativos de tantos errores acumulados por las frecuentes opciones cortoplacistas y militaristas aplicadas en la solución de problemas que demandan otros instrumentos y esfuerzos de largo aliento. Unas opciones que interesadamente apuestan por sobredimensionar la amenaza del terrorismo yihadista y por defender un statu quo que no toma en consideración el bienestar y la seguridad de quienes en esos países ven negados sus derechos de manera sistemática.
Si al Islam le corresponde reaccionar para condenar sin paliativos la violencia terrorista, para estar a la altura de lo que demanda un mundo globalizado y para responder activamente a lo que demandan sus 1.600 millones de creyentes; a Occidente le toca entender que su pretensión de imponer la estabilidad a toda costa para garantizar su seguridad energética hace tiempo ya que ha perdido su razón de ser.