Una de las características de nuestro modelo social, y de la “cultura de la pobreza”, consecuencia del mismo, es su capacidad de erosionar el sentido vital de las personas que la padecen, despojándolas no solo de sus recursos materiales sino, especialmente, de los personales: motivación, resiliencia, resistencia…
Lo que algunos denominan el síndrome de las 4 D (depresión, desmotivación, desafiliación y desconfianza) aparece como causa y efecto en quienes se ven golpeados por la exclusión social, debilitando hasta la extenuación su capacidad de respuesta y apareciendo inmediatamente, ante la opinión pública, como responsables de su situación por dejadez. La desconfianza en las instituciones, en las personas y en las propias capacidades hiere la dimensión social y regenerativa de quienes necesitan de lo comunitario como tabla de salvación.
La destrucción de las motivaciones hace de las personas golpeadas por la crisis, víctimas y chivos expiatorios de un fenómeno estructural que es consecuencia -y perpetúa- un modelo de sociedad concreto.
El término “exclusión social” (atribuido a René Lenoir en su libro “Les exclus: un Français sur Dix”, publicado en 1974) permite superar la visión economicista del término “pobreza” e incorporar tres características fundamentales para comprender las situaciones de dificultad: su origen estructural, su carácter multidimensional y su naturaleza de proceso.