Todas las religiones anuncian un “más allá”, otra vida, una vida futura, objeto de esperanza. Parece que “hasta el mísero hombre del Neanderthal” (E. O. James), contaba ya con una vida más allá de la tumba. La resurrección de los muertos es una especie de imposible necesario y deseado que nos sitúa al borde de lo desorbitado. Es el reino de lo abismal, del misterio. Y objeto de fe. De ahí que grandes creyentes cristianos como el cardenal Newmann suplicasen: “Que mis creencias soporten mis dudas”. Es posible que hasta los más consumados creyentes abandonen este mundo con el temblor de la duda sobre el más allá. Y es que, como solía repetir Laín Entralgo, “lo cierto es siempre lo penúltimo y lo último es siempre incierto”.
La fe en la otra vida nació como respuesta a las injusticias de esta. Y ahí continúa residiendo su vigencia. El Nuevo Testamento y el mensaje cristiano otorgan sentido y valor a esta vida. Suponen incluso que se puede ser feliz en ella. Pero saben que esa felicidad no llega a todos. Existen los injustamente tratados, los humillados y ofendidos, las víctimas del egoísmo y la barbarie. En ese escenario nació la fe en la resurrección. Esta fe en otra vida es la respuesta serena y esperanzada que, desde hace siglos, judíos, cristianos y musulmanes vienen dando a la pregunta por el sufrimiento y la desaparición de los seres humanos. Un noble esfuerzo por afirmar la vida incluso allí donde ésta sucumbe derrotada por la injusticia y la muerte.