La crisis, que empezó siendo financiera y se ha extendido a la economía real y al empleo, es el resultado de graves desequilibrios entre la capacidad de regulación y el ejercicio del poder en la economía política global, entre el Estado y el mercado. Pero la respuesta global a la crisis no parece estar abordando sus causas estructurales. Evitar que aumenten el coste humano y el impacto social es un imperativo político de primer orden.
La lucha contra la pobreza ha sufrido una doble crisis: la crisis alimentaria de 2008 y la crisis económica de 2009. El impacto de esta crisis es, de hecho, mayor en las economías de menor desarrollo. Para algunas de ellas, que disponían de fundamentos sólidos, los factores que explican su rápido crecimiento anterior a la crisis se han convertido en factores de vulnerabilidad. La caída de los productos primarios, tanto en precio como en volumen, ha sido particularmente dañina para los países exportadores y para su sector manufacturero que se colapsa, aunque la caída de precios de los alimentos ha aliviado, en parte, la crisis alimentaria. Las remesas de la población emigrante han caído de manera importante. La crisis compromete más todavía el difícil cumplimiento para 2015 de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
El recurso a la política fiscal no es una opción al alcance de los países más pobres. Como “prestamista de última instancia” el Fondo Monetario Internacional (FMI), a partir de su historial, no parece ser la institución adecuada para afrontar la crisis, aunque no haya otra. Ante la caída de los ingresos por exportación y otros flujos financieros, la Ayuda al Desarrollo puede jugar un papel más relevante, y sobre todo es crucial para los países más pobres.