Los textos de los primeros siglos muestran que las personas que se integraban en las primeras comunidades de seguidores de Jesús lo hacían atraídas por el estilo de vida y prácticas de quienes las formaban, y seguían un proceso en el que adquirían nuevos hábitos relacionados con las palabras y el ejemplo del nazareno. Eso contribuía a crear una identidad que proponía algo novedoso en el modelo de vida urbano del Imperio Romano, singularmente en lo que se refiere al trato a las personas más vulnerables (viudas, infancia, huérfanos, esclavos, extranjeros y encarcelados) y al uso del dinero (la limosna y la manera de compartir bienes).
Se discute acerca de si eran prácticas contraculturales y del impacto que tuvieron. Es verdad que no acabaron con la esclavitud y ni siquiera la denunciaron como sistema hasta el siglo IV, porque los miembros de las primeras comunidades no pertenecían a la élite ni tenían poder para cambiar las leyes. Pero es innegable que extendieron la idea de la dignidad humana y crearon una sensibilidad moral nueva en las relaciones personales y comunitarias. Esos comportamientos se dieron en diferentes lugares del Imperio y, aunque no existía un “canon” de creencias, sí había una serie de prácticas muy extendidas, y también diferencias y pluralidad, tanta en algunos aspectos como la ascética, que a finales del siglo II llegó a amenazar con una disolución de la identidad cristiana.