Dios se manifiesta, antes que en la Palabra, en la misma densidad de las cosas, personas y acontecimientos, y es ahí donde quiere ser escuchado, servido y amado. El Dios bíblico es el Dios de la vida y de la historia. La Biblia es un mensaje de esperanza: los textos bíblicos más sugestivos y creadores de sentido fueron producidos en tiempo de crisis. En el campo actual de la ética laica sus aportaciones pueden ser muy beneficiosas. En un tiempo de dudas puede ayudar a construir certezas necesarias para vivir con sentido. Sobre todo la certeza de que hemos sido queridos, deseados y amados, y la confianza en que el amor tendrá la última palabra.
La Biblia no es un documento del pasado, sino una voz del presente que muestra nuevas reservas de sentido, un potencial utópico generador de esperanza. La Palabra es la comprobación de que la historia no está sola, desamparada, a la intemperie. La Palabra convoca al diálogo, a la pregunta, a la colaboración, al encuentro, para vivir con espíritu y con entrega. Y tiene una indudable componente social. Si la Palabra no cae en el campo de la vida, de la sociedad, queda estéril. Hay que hacer un acercamiento vivencial a La Palabra, personalizado; y una lectura comunitaria, en comunión con el mundo y la humanidad entera, con una mirada benigna y compasiva sobre la sociedad. Recordando a anteriores generaciones, y proyectada al futuro.