A los cincuenta años del comienzo del Vaticano II queremos recordar una herencia espiritual que pretendemos arrebatar a la desmemoria de nuestra sociedad apresurada y acoger de nuevo con agradecimiento. La comunidad cristiana está pidiendo que se mantenga y renueve el impulso de reforma y aggiornamento del Concilio. La puesta en práctica de los documentos conciliares ha producido grandes frutos positivos, pero también ha traído consigo muchos frenazos, distorsiones, silenciamientos y repliegues que han causado una crisis muy grave en el pueblo de Dios.

Una reflexión honesta sobre el momento actual del posconcilio no puede prescindir de que las conclusiones y decisiones de la Asamblea ecuménica se encuentran sometidas a un grave conflicto de interpretaciones en el seno de la Iglesia con las fuertes tensiones subsiguientes. El conflicto que está en presencia se centra básicamente en la forma de entender el “acontecimiento” conciliar en cuanto tal. ¿En qué consiste la sustancia de aquel acontecimiento que es precisamente lo que debe mantenerse? Mantener tal sustancia implica una “recepción” fiel y creativa del Concilio, recepción cuyas características deben quedar claras para todos, que suponen un desafío para la Iglesia de nuestro tiempo y que exigen un proceso dinámico hacia el futuro y un aprendizaje. Ello no es fácil, porque los problemas eclesiales, sociales y culturales que se acumulan son nuevos y la Iglesia es muy distinta de lo que fue hace cincuenta años. A pesar de todo, tenemos que mantener la esperanza.