Es difícil negar el carácter manifiestamente mejorable de la convivencia en Euskal Herria, que ha sufrido un claro deterioro a consecuencia de la acción de la violencia política y el fanatismo, en las últimas décadas. El debilitamiento de algunos principios éticos fundamentales, la fragmentación social, una escasa tolerancia al pluralismo y mínimo respeto a la diferencia y a la libertad individual son factores cuya realidad ha sido perfectamente constatada a lo largo de tantos años de presencia dominante y asfixiante de la violencia.

Nos encontramos en un presente y ante un futuro inmediato en el que la sociedad vasca ha de afrontar la superación de las heridas abiertas por la violencia. Una situación nueva en tanto en cuanto vamos a experimentar la convivencia social en unas condiciones de paz y libertad desconocidas hasta ahora en la historia reciente de Euskadi.

Es por ello que la reconstrucción de relaciones sociales, la mejora de la calidad de nuestra convivencia en ese contexto nuevo de creciente paz y libertad es un reto ineludible e inaplazable, al tiempo que un desafío de dimensiones importantes para todos los poderes públicos, para el conjunto de la ciudadanía y su tejido asociativo.

Y tras décadas de violencia política, con resultados traumáticos para nuestra sociedad, no deberíamos imaginar la convivencia reconciliada sin el imperativo ético de la memoria, sin el ejercicio de la revisión crítica de nuestro pasado, sin el reconocimiento del daño causado y la asunción de las correspondientes responsabilidades, sin la presencia de las víctimas y sin el respeto más absoluto al conjunto de los derechos humanos.