Ante la pregunta “¿qué pasa hoy en América Latina?”, Iguíñiz parte de la constatación de que la realidad es compleja y necesita, para ser captada, de una aproximación que también lo sea. Propone por eso, en primer lugar, dos enfoques o maneras de ver la evolución latinoamericana: el económico, con logros de crecimiento por un lado e incremento, por otro, de las conocidas brechas internas e internaciones; y el del desarrollo humano, que, por el contrario y en aparente contradicción, invierte los resultados en sentido positivo. Ante esta complejidad de datos se necesitan criterios de valoración, de priorización en suma. Iguíñiz prioriza los indicadores de desarrollo humano sobre los económicos, a los que caracteriza como instrumentales. Da, desde ahí, una respuesta positiva a aquella pregunta inicial, pero sin dejar de reconocer ni los graves impedimentos internos y externos que obstaculizan el avance de los pueblos en desarrollo, ni los escandalosos sufrimientos y costos humanos que al mismo acompañan. Iguíñiz concluye de ahí, distanciándose de frecuentes discursos en boga, que los pobres avanzan en mucha mayor medida de lo que pensamos quienes, muy paternalistamente a menudo, simpatizamos con su lucha; que dicho avance se debe, en gran medida, a los denodados y cotidianos esfuerzos – familiares, sociales, educativos, etc. – de los pobres y que, además, aquel avance tiene lugar en no pocas ocasiones a pesar de las adversas condiciones económicas y sociales a las que los pobres se enfrentan; y que el trabajo de la solidaridad, finalmente, no consiste en sustituir a los pobres, sino en acompañarles en su caminar y en tratar de reducir el escandaloso sacrificio que el mismo les está suponiendo.